UNA LUCHA QUE NO FUE JUSTA



Estuve en una lucha que no fue justa. Yo no pedí esa lucha y perdí. No hay vergüenza en perder esas luchas, solo en ganarlas. He llegado a la fase de sobreviviente y no me he esclavizado como víctima. Miro hacia atrás con tristeza y no con odio. Miro hacia el futuro con esperanza y no con desilusión. Puede ser que nunca olvide, pero no necesito recordar constantemente. Fui una víctima. Soy un sobreviviente. Frank Ochberg

 

Una historia de la vida real.

Transcurría un día del mes de agosto del año 1981, las agujas del reloj marcaban las 9 de la noche. En ese momento asistía a una jornada médica en un centro asistencial de salud en la ciudad donde vivía. En ese instante se escuchó repicar el teléfono de una amiga y colega, a quien le avisaban que su hija menor tenía fiebre muy alta. La doctora algo angustiada se levantó de su asiento y se dirigió hacia la salida de la clínica. En vista de la oscuridad que reinaba afuera del recinto, regresó al sitio de reunión y se dirigió a mí.

—Ramón, por favor, acompáñame al estacionamiento para retirar el vehículo, — dijo la doctora.

Me levanté del asiento y ambos nos dirigimos al aparcamiento de la institución. Al llegar hasta al auto, la colega extrajo la llave de su bolso y al intentar abrir la puerta, dos personas aparecieron en forma sorpresiva. Uno de ellos apuntó con su arma de fuego a mi cabeza y el otro colocó un arma blanca en el abdomen de la colega.

— Entren rápido al vehículo, —gritó el que portaba la pistola.

La doctora se resistió y se negó a entrar al vehículo. El delincuente que portaba el revólver apuntó a la frente de la colega y la conminó a entrar al auto.

—Entre al vehículo colega, —le dije, porque nos van a matar si no lo haces.

Ambos ingresaron al interior del auto bajo amenaza de muerte. Una vez dentro del auto, el delincuente que portaba la pistola se puso al frente del volante y entregó la pistola a su compañero. Bajo constante amenaza nos ordenaron quitar la ropa, entregar las pertenencias, mantener la cabeza abajo y las manos en alto; luego el auto a exceso de velocidad tomó rumbo desconocido. Durante varias horas nos trasladaron de un sitio a otro. Agotado por tener las manos en alto y la cabeza hacia abajo, involuntariamente bajé las manos. El sujeto que conducía el vehículo y nos observaba a través del espejo retrovisor gritaba en forma amenazante y grosera.

—Imbécil sube las manos porque te las voy a cortar, — decía a gritos el sujeto.

Inmediatamente subí de nuevo las manos.

El tiempo transcurría e iban de un lugar a otro hasta que el auto se detuvo en un camino solitario. Había mucha oscuridad alrededor. El chófer descendió del auto e inspeccionó la zona, no sin antes dar la orden a su compañero.

—Mátalos si intentan escapar. —dijo al compañero.

El otro delincuente permaneció en el auto con un revolver apuntando hacia nosotros. Hubo unos minutos de silencio, levanté la cabeza y observé que el sujeto estaba drogado, pero tranquilo, entonces me atreví a dirigirle unas palabras.

—Eres un buen muchacho y la doctora está desnuda, por favor, tira su ropa fuera del vehículo, —le dije en voz baja.

El joven sin responder tiró el bolso y la ropa de la colega al medio del camino sin que el amigo se diera cuenta. Pasado unos minutos el chófer regresó y haciendo disparos al aire.

—Salgan del auto y corran hacia su izquierda, —gritó el sujeto.

Asustados corrimos hacia la izquierda como fue la orden dada, pero era tan inclinado el desnivel que, rodamos y al final del barranco una cerca de alambre de púa nos detuvo. La colega sufrió heridas leves en el rostro y yo en la pierna izquierda. Allí estuvimos en silencio durante varios minutos. 

Cuando sentimos que los delincuentes se habían marchado subimos la cuesta y nos sentamos a descansar a la orilla del camino. A los pocos minutos con la luz de la luna caminamos un corto trayecto. Encontré el bolso y el vestido rojo de la colega. El bolso solo contenía un lápiz labial, media caja de cigarrillos y unas cerillas; el dinero y los documentos personales se los habían llevado. La colega extrajo dos cigarrillos de su bolso y allí sentados bajo la luz de la luna fumamos sendos cigarrillos.

Ausente la amenaza y drenado parte del estrés vivido, la colega se levantó y vistió con su falda. La blusa cubrió la mitad inferior de mi cuerpo. Así anduvimos un largo trecho hasta encontrar una pequeña vivienda. Al acercarnos, bajo aquella oscuridad los perros ladraron, inmediatamente las luces de la vivienda se encendieron. El dueño de la vivienda, un campesino del lugar habló desde la puerta de la vivienda.

— ¿Quién anda allí? —preguntó

—Necesitamos ayuda, —respondí

El señor portando un machete se acercó hasta el patio trasero de la vivienda.

Explicamos todo cuanto había sucedido y al vernos a medio vestir nos prestó ayuda sin dejarnos entrar al interior de su casa. Me ofreció un pantalón y una camisa que doblaba mi talla, pero era lo que había. Me vestí y cedí la blusa a la colega para completar su vestimenta.

—Por favor señor ¿Podría llamar a policía?, —suplicó  la colega.

—Claro, —respondió el señor.

A los 30 minutos llegó la patrulla de la policía y nos trasladaron a la comisaría del poblado, una población a 15 kilómetros de distancia de la capital del estado. Eran las cuatro de la mañana cuando entramos al recinto policial. Nos invitaron a sentar en un banquillo de madera y luego nos hicieron entrar en forma individual a una pequeña oficina. Nos interrogaron sobre los hechos y tomaron nota de nuestros datos personales y de los objetos robados. Culminado el interrogatorio, solicité nos permitieran una llamada telefónica, la cual fue concedida.

A esa hora lograron establecer comunicación con sus familiares. La doctora habló con su marido y le explicó lo sucedido. Yo hablé con mi hermano abogado, quien inmediatamente hizo presencia y agilizó los trámites ante la policía para que, ambos nos fuésemos traslados a las respectivas residencias con la obligación de asistir a las oficinas de la policía para las declaraciones pertinentes.

El marido de la colega llegó al recinto policial y la trasladó a su hogar. La compañera de infortunio se acercó a mí y sin pronunciar palabras se despidió con un fuerte abrazo y lágrimas correr por sus mejillas.

Una hora después, llegué al hogar de un hermano. Mi hermano, cuñadas y sobrinas me recibieron con gran cariño y exclamación de consternación por lo acontecido. Relaté a mis familiares lo sucedido y del maltrato al que fuimos  sometidos. Luego cuando el reloj marcaba las 10 de la mañana hice  presencia en el oficina de investigación criminal de la policía, para aportar todos los detalles y reconocer a los responsables del secuestro en un sin número de fotos de delincuentes que me presentaron. La colega no asistió ese día a las declaraciones ante el ente policial.

Después de declarar pero sin reconocer a los responsables del secuestro, abandoné la estación de policía. Regresé al hogar de mi hermano, que para ese entonces era mi hogar transitorio después de mi recién divorcio. Reposé varias horas intentando conciliar el sueño pero fue imposible. Al cerrar los ojos, las imágenes del secuestro se repetían en mi mente, sobre todo aquellas donde el delincuente nos amenazaba de asesinarnos. En horas de la noche llegó mi madre y otros familiares alarmados por el acontecimiento. Mi madre lloró al verme en aparente calma.

—Gracias a Dios estás bien hijo. —dijo mi madre.

—Vieja, no te angusties ya todo pasó, —respondí

Antes de ir a la cama, tomé un ansiolítico y dormí toda la noche. Al día siguiente me incorporé a mis labores en el hospital y la vida continuó.

Los días siguientes a los acontecimiento vividos sentí una sensación de vacío, cierta apatía e indiferencia a todo cuanto me rodeaba. El divorcio y la ausencia de mis hijos dejaron de ocupar un primer plano en mi vida. Todos mis pensamientos giraban entorno aquellas imágenes de los hechos vividos. .

Las noches se convirtieron en un infierno, era difícil dormir por cuanto al cerrar los ojos repetía en mi mente muchas de las escenas del secuestro, en especial con el sujeto que piloteaba el vehículo, que a pesar de no haber visto su rostro, su voz amenazante retumbaba en mi mente. Las veces que esa escena se repetía, sentía ira e impotencia por no poder luchar. Sentía culpa por no haber defendido mi vida, a sabiendas que si lo hacía estaba expuesto a morir. Fue una lucha injusta, porque el enemigo llevaba ventaja, tenía las armas y nosotros  desarmados. La paranoia se apoderó de mí día a día, sentía mucha angustia, veía delincuentes en todas partes. Andaba diariamente en mi vehículo con un perro de compañía. Todos estos síntomas y signos formaron parte del trastorno de estrés post traumático que estaba viviendo..

Epílogo  

Renacer cuando no se ha muerto es la sensación que siente el secuestrado cuando regresa a su hogar. El reencuentro familiar implica un nuevo periodo de adaptación, surgen sentimientos encontrados: alegría y tristeza, rabia y remordimiento, ira y compasión; y otros muchos que están influenciados por el tipo de vínculos que se establecieron antes y durante la retención. Indudablemente cesa un padecimiento pero surgen otros que a veces duran toda la vida. La condición de superviviente del secuestrado involucra dos asuntos centrales: el trauma original, que arrebata la libertad, la autonomía, el mundo afectivo, el trabajo, el sosiego, parte de la vida, y los efectos a largo plazo del trauma, que exigen formas especiales de control para no sucumbir ante ellos. Tras el reencuentro, el secuestrado quiere reintegrar su existencia, recuperar los múltiples fragmentos de una vida resquebrajada. El horror de lo incierto. 2001. Diana María Agudelo V.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 

El horror de lo incierto 

 

 

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