Tenía 10 años de edad y vivía con mis padres y hermanos en un pequeño poblado al pie de una montaña. Mi madre y yo, solíamos caminar algunas tardes en un parque cerca de casa.Una de esos tantos atardeceres que caminábamos, me llamó la atención algo que se movía sobre el césped, al acercarme, vi un pequeño pajarillo que intentaba levantar el vuelo, cuando estuve a su lado, el pajarillo trató de huir, pero no podía alzar el vuelo, porque tenía una herida sangrante en una de sus alas.—Mamá, mamá, es un pajarito herido, —dije a mi madre.Mi madre se acercó y observó al pajarillo herido.—Hijo, llevémoslo a casa para curarlo, —respondió mi madreInmediatamente lo tomé entre mis manos y lo trasladé a mi hogar. Mi madre y yo curamos la herida, le proporcionamos agua fresca y comida. Luego, en una caja de cartón de esas que se usan para guardar zapatos, coloqué varios retazos de telas en su interior para que le sirviera de nido mientras sanaba su herida, en la tapa de la caja abrí pequeños agujeros para facilitar la ventilación.Al llegar la noche, colocaba la caja con el pequeño pajarillo en el marco de la ventana de mi habitación que daba hacia el patio. Al amanecer, antes de irme a la escuela, lo alimentaba con migas de pan y en un bebedero vertía agua fresca. Al regresar del colegio en horas del mediodía curaba su herida. Así pasaron los días y la herida fue sanando. Las veces que abría la caja, el pajarillo intentaba huir, pero su ala herida le impedía de volar.Transcurrieron dos semanas, una tarde cuando me disponía a curar la herida del pajarillo, al abrir la caja, el pajarillo levantó el vuelo y se posó sobre una rama de un naranjo que teníamos en el patio de casa, allí estuvo varios minutos mirando a todas partes, como tratando de orientarse a donde ir. Esperé un largo rato hasta que se alejara e hiciera su vida silvestre, pero no fue así. Allí se mantuvo largo rato, descendió a la tierra y comenzó a picotear como buscando alimento. Mientras picoteaba la tierra pude observar con detalle su hermoso plumaje: negro en todo el dorso y color vino tinto en su abdomen. Era un cacagüero, pájaro muy conocido en mi país por su bello canto y hermosos colores. A los pocos minutos, el cacagüero volvió a la rama del naranjo y luego se alejó con rumbo desconocido.Pasaron varios días, hasta que una mañana, desperté con el trinar de un pajarillo, me asomé a la ventana y observé al cacagüero posado sobre la rama del naranjo. Salí al patio, tiré migas de pan en la tierra y coloqué un envase con agua. El pajarito bajó del árbol e comió las migas y tomó el agua, pero como era hora de ir a la escuela me despedí de mi amigo.Al regresar del colegio en horas del mediodía, lo busqué entre las ramas del naranjo, pero no estaba, tampoco escuché su canto. En la mañana del día siguiente, desperté con el cantar del cacagüero.—Viene a buscar comida, —me dije.Inmediatamente, salí de la habitación y tiré las migas de pan. El envase con agua permanecía en el patio, porque allí bebía agua una pequeña tortuga que hacía vida en el patio desde hace varios años y la cual le dimos el nombre de “Tuti”. El pajarito y la tuti se hicieron grandes amigos, ambos comían juntos y cuando la tuti tomaba agua, el pajarillo se posaba sobre el caparazón de la tortuga y luego se metía en el bebedero y se bañaba. Al ver aquella amistad entre esos dos animalitos, bauticé a mi amigo con el nombre de Quique, apodo que tenía mi hermano menor Enrique.Así se repitieron los días y Quique aparecía todas las mañanas, se posaba sobre la rama del naranjo y luego sobre el caparazón de Tuti, allí entonaba su bello canto como anunciando su llegada y solicitando alimento. Al acercarme a él para darle su ración de pan diario, no rechazaba mi cercanía ni intentaba huir, por el contrario, quería estar cerca de mí y muchas veces comía las migas de pan en mis manos.Mi padre, siempre estuvo atento a todos los cuidados y atenciones que yo brindaba a Quique. Un día, cuando mi padre llegó a casa, trajo consigo una jaula y una caja con alpiste.—Esto es para Quíque, —dijo mi padre.—Gracias papá, —respondí alegremente.Mi padre buscó un lugar en el patio de casa para colocar la jaula, donde Quíque estuviese protegido del sol, la lluvia y de los gatos que merodeaban por los tejados de las viviendas del lugar.Una tarde estaba sentado en el patio de casa y escuché el canto de Quique, giré la cara y lo vi posado en la rama del naranjo, luego descendió al suelo y allí comenzó a picotear la tierra, busqué semillas de alpiste y las coloqué en mi mano, extendí la mano y el pajarillo fue acercándose lentamente hasta comer en mi mano. Inmediatamente, lo atrapé y lo introduje en la Jaula, donde previamente había colocado agua en el bebedero y comida en el recipiente destinado para ello. Al cerrar la portezuela de la jaula, Quique comenzó a saltar de un lado a otro del enrejado de la jaula como tratando de escapar. Fatigado de dar tantos saltos, sé detuvo en el listón y allí miraba a todas partes. Así estuvo toda la tarde, como extrañando su libertad. Allí quedó hasta el siguiente día.Al amanecer, no escuche su cantó, me levanté y me acerqué a su jaula. Estaba allí quieto, introduje el dedo entre las rejas de la jaula para acariciarlo pero sé alejó, estaba enfadado conmigo porque le quité su libertad. Sus ojos estaban ligeramente cerrados, su pico caído, lo noté triste. Revisé su bebedero y su alpiste, no había ingerido ni alimento ni agua.—Papá, Quíque está triste y no quiere comer, —dije a mi padre.—Hijo, déjalo, él se acostumbrará, —respondió mi padre.Preocupado me fui a la escuela, mientras caminaba rumbo al colegio, mi pensamiento no se apartaba de Quique, tenía miedo que se enfermara y muriera. Al regresar a casa en horas del mediodía observé al pajarillo muy triste, me monté sobre la silla y abrí la jaula para que escapara, así lo hizo. Preferí verlo feliz en la distancia, que triste al lado mío.Pasaron varias semanas y Quique seguía ausente. La ausencia de mi amigo afectó mi estado de ánimo, lloraba sin saber por qué, no sé si era la culpa por haberlo encerrado o el temor de que no volviera.Una de esa tantas mañanas, escuche el trinar de un pajarillo, de prisa me levanté de la cama y me asomé a la ventana. Era Quique había vuelto, estaba encima del caparazón de Tutí. Sentí mucha alegría y corrí a su encuentro. Le extendí mi mano y se posó en mi dedo índice, jugué un buen rato con él, le di alpiste y lo comió de prisa, estaba hambriento, luego hizo su acostumbrado baño en el envase de la Tuti. A los pocos minutos se escuchó el trinar de un pajarillo y Quique levantó el vuelo, se posó en la rama del naranjo donde lo esperaba su compañera y ambos volaron lejos.Ese día asistí al colegio muy feliz, porque mi amigo Quíque había regresado y tenía novia, así lo hice saber a mis compañeros. Todos lo celebramos con alegría.
QUIQUE, EL CACAGÜERO
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