Cumplido mis siete años de edad, ingresé a estudiar mi primer grado en la escuela Enrique Chaumer, la única escuela pública que existía en San Javier de Lídice. Era una escuela grande, hermosa, con un patio amplio y lleno de árboles, donde disfrutábamos 10 minutos de recreo después de dos horas de clase. Al salir a recreo, en esos 10 minutos de descanso, comía la merienda: una bolsa llena de avena con leche y bastante azúcar, luego de ingerirla, jugaba a la pelota, metras, trompo y perinola. Otros niños jugaban: ludo, la gallina, el zorro y la vieja. En algunas oportunidades, inventaba hablar por teléfono con los compañeros: usaba dos vasos de cartón unidos por un hilo de cinco o seis metros de largo “nuestros celulares de la época”
Me sentía muy feliz en mi nueva escuela, el trato de los maestros era excelente, el cuidado que daban a los niños era máximo, provocaba estar siempre en la escuela. Era tanto el cuido que tenían los maestros hacia los niños, que revisaban diariamente la pulcritud del uniforme, la ropa, los zapatos; otras veces revisaban el aseo personal: el baño diario, la limpieza de las orejas, el cuello, el cepillado de los dientes, las uñas de las manos, el aliento de la boca y el cabello para buscar piojos, etc. Después de la revisión, el estudiante que presentara algún detalle que indicara suciedad era regresado a su casa con una nota para su representante para que asistiera ante la dirección del plantel.
Un día, de esos tantos de revisión, la maestra anunció que había muchos niños que no cepillaban sus dientes después de comer y que por tal motivo era necesario revisarlos. Nos mandó hacer filas y comenzó la revisión bucal. Cuando me tocó el turno, la maestra se dio cuenta que tenía muchos dientes con caries y me entregó una nota para mi representante.
Cuando llegué a casa entregué el mensaje a mi madre, quien leyó detenidamente el contenido y dio el visto bueno a la carta. Al siguiente día me hicieron formar fila en el patio de la escuela y fuimos embarcados en un bus amarillo del Ministerio de Salud. Acompañado con otros alumnos fuimos rumbo a un centro odontológico en la avenida San Martín, Hoy día, la vieja maternidad Concepción Palacios, inaugurada el 17 de diciembre de 1938 por el presidente Eleazar López Contreras, la cual muchos años después sería mi casa de estudios de posgrado. Cuando llegamos al instituto odontológico, nos llevaron a la sala de consultas. Allí nos tomaron los datos personales y luego llamaron uno a uno. Cuando me tocó el turno, la enfermera me indicó la silla número 10 donde me atendería el odontólogo.
En la silla 10, estaba una persona esperándome, el fulano tenía mala cara, me supuse que era el doctor.
—Siéntese y no se mueva mientras lo examinó, —dijo el doctor en voz alta y poco afectiva.
Las manos me sudaban, estaba temblando, no podía hablar. En pocas palabras, tenía miedo.
—Abra bien la boca, —dijo el doctor.
Con el miedo que tenía casi no podía abrir la boca, entonces, el doctor insistió en que abriera la boca. Yo trataba de abrir más la boca, pero no podía, las comisuras de los labios me dolían y parecían que fuesen a romperse.
—Abre más la boca, —insistía el doctor.
Con el instrumento hacía presión para mantenerla abierta. El fulano de mierda, metió la mano en mi boca y puso un aparato dentro de ella. Revisó todo, me tocaba con un instrumento que parecía una aguja. Tocó todas las piezas dentales, una a una y exclamaba:
—está mala, está mala, —repetía el doctor.
No sé cuántas veces repitió la misma palabra. Marcó en un papel las piensas dentales dañadas y me entregó una nota para la próxima cita.
—No vuelvo más, —dije en mis adentros. —pero mis padres pensaron lo contrario.
Justo cuando se cumplieron los siete días, el bus me buscó en la escuela. Estaba yo sentado en mi salón de clase frente a una ventana grande que daba hacia la calle cuando el bus apareció. De inmediato sentí miedo, se me arrugó todo, sentía mucho angustia, pero al final me monté en el bus y salí rumbo al centro odontológico.
Éramos veinte alumnos de diferentes grados. Al llegar al centro, nos hicieron sentar en la sala de espera. A los pocos minutos apareció la enfermera con una lista en la mano e iba llamando por orden alfabético. Cada minuto que pasaba el corazón me latía aceleradamente, hasta cuando escuché mi nombre y me enviaron a la silla número 10.
Cuando llegué a la silla 10 estaba el mismo doctor esperándome. Sin darme tiempo, escuché sus palabras
—Siéntese y permanezca quieto, no agarre mis manos mientras yo trabajo en su boca, —dijo el doctor.
El odontólogo era delgado, piel morena, alto, ojos negros y pelo castaño, con muchas espinillas en la cara que le daban aspecto de amargado. Según me enteré el fulano lo llamaban “cara de piedra”, razón tenía para me cayera tan pesado.
El doctor me conminó abrir la boca y sin mediar más palabras, sopló aire con una pera y luego con otra pera vació agua en la boca. Luego, en voz alta me mandó a escupir. Metió el taladro en mi boca. ¡Que vaina tan dolorosa! Cara de piedra se afincaba y llegaba hasta el fondo, Cuando tocaba el nervio brincaba en aquella silla. Tres meses viví aquel martirio, pero al final me arreglaron las piezas dentales dañadas.
Finalizado el calvario del odontólogo, me tocó vivir el acoso de un estudiante llamado Daniel que lideraba una pandilla y gustaba quitarle los alimentos de merienda a los estudiantes. Era un alumno de otra sección que le gustaba pelear y se fijó en mí. Uno de esos tantos días que disfrutaba los 10 minutos de descanso, cuando me disponía a ingerir el alimento que mi madre colocaba en mi bolso cada mañana, se presentó el Daniel con su pandilla y se dirigió a mí.
—¿Qué tienes en ese bolso? — dijo Daniel.
—Mi merienda, —le respondí.
—No, es mi alimento, —le contesté.
En ese instante sonó el timbre que anunciaba el fin del descanso y el reintegro a clase. Cerré mi bolso y abandoné el lugar, no sin antes escuchar las palabras amenazantes de Daniel.
—Te voy a joder. —gritó Daniel
Desde ese día, el acoso de Daniel era constante, las veces que me veía quería joderme. No me gustaba pelear, pero era tan fuerte el acoso, que un día me deje de tonterías. Agarré una piedra y la escondí en el bolsillo del pantalón. Cuando Daniel se acercó con ánimo de molestar, apreté la piedra en mi puño y le lancé un golpe por la oreja y lo senté de culo. Los miembros de su pandilla me persiguieron, pero no pudieron darme alcance. Desde ese día, el Daniel no buscó más peleas.
Una mañana que me dirigía a la escuela, me encontré a Daniel a la entrada del colegio. estaba solo y tenía una mirada triste. Al verme se apartó y me cedió el paso. Al ingresar al salón de clase, mis compañeros me comunicaron que Daniel había sido denunciado por varios representantes ante la dirección del instituto y por tal motivo fue expulsado de la escuela por mala conducta.
“El acoso o bullying escolar, es una especie de tortura metódica y sistemática, en la que el agresor acosa a la víctima, a menudo con el silencio, la indiferencia o la complicidad de otros compañeros. El líder del grupo es un sujeto inadaptado socialmente que duda de su propia fortaleza individual y busca fortalecerse asociándose a un grupo para intimidar a sus víctimas”
Culminado mi primer grado en la escuela Enrique Chaumer, mis padres decidieron cambiarme a otra escuela ubicada a dos kilómetros de casa.
Escuela República de Bolivia, 1947
El día lunes 15 de septiembre de 1947, ingresé a la nueva escuela, República de Bolivia ubicada en la Parroquia de La Pastora, donde años anteriores habían estudiado mis hermanos mayores. Para llegar a la escuela, tenía que caminar dos kilómetros y subir cincuenta escalones. En esas escaleras se orinaban y defecaban en la noche y luego, en la mañana amanecía hedionda, el mal olor era insoportable, pero no había otro camino para llegar a la escuela.
La dos primeras semanas, el recorrido lo hacía acompañado por una hermana mayor. La escuela era muy grande y tenía dos plantas: En la planta baja estaban los salones de los alumnos hasta tercer grado y en la planta alta los alumnos de los tres últimos años. Tenía un patio grande donde había huertos y cada huerto correspondía a una sección en particular que era obligatorio cultivar. Igualmente, tenía un campo deportivo asfaltado con varias canchas para hacer diferentes deportes. En la escuela había talleres de carpintería, electricidad, plomería, música, costura y otras artes y oficios.
Según las normas del gobierno nacional de la época, bajo la dirección del escritor venezolano Rómulo Gallegos, para ingresar y ser aceptado en la escuela tenía que ser examinado previamente por el médico de la institución. El día de la cita médica asistí acompañado por mi madre. Eran las 8 de la mañana del día primero de septiembre de 1947, cuando llegué a la escuela había más de veinte estudiantes haciendo fila para el chequeo médico.
A los pocos minutos de mi llegada y dentro del consultorio, la enfermera encargada, ordenó quitar la ropa y colocarnos en fila por orden de tamaño. “Yo era el último”
Cuando me tocó el turno de la revisión.
—Pase jovencito, —ordenó el doctor.
El doctor me examinó detenidamente. Al examinar mis genitales notó la presencia de un solo testículo, el otro estaba vacío. El médico se sorprendió y en son de broma
—Jovencito, usted tiene una bola desinflada, —dijo el doctor.
Preocupado por lo que había visto y tocado, el médico llamó a mi madre y le comunicó su inquietud por la falta de una bola. Mi mamá respondió rápidamente.
—No se preocupe doctor que eso es marca de familia, —respondió mi madre. —Lo importante es que sepa usar el resto.
Mientras se realizaba ese diálogo entre mi madre y el doctor por la ausencia de la susodicha, yo estaba desnudo y no hallaba donde esconder el pipe. Me sentí avergonzado antes mis compañeros.
Concluido el examen médico y los trámites de inscripción, fui convocado a mi primer día de clase acompañado de mi representante. Ese día, 15 de septiembre, en el patio de la escuela nos reunieron a todos los nuevos estudiantes, en posición firme hicimos un juramento ante la bandera y luego escuchamos las notas del himno nacional como era regla para todos los nuevos alumnos.
Concluido el acto nos hicieron entrega de un equipo para realizar educación física: pantalón corto, franela y un par de zapatos deportivos. Los zapatos me quedaban sumamente apretados, pero guardé silencio para que no me los quitaran. Cuando los usaba, mis dedos me dolían, al final los zapatos duraron muy poco.
En la nueva escuela mi apellido era muy conocido, porque mis hermanos mayores (Watson, Lilia, Leticia y Mirna) habían dejado buena fama. En cada grado que cursaba, mis maestras siempre hacían mención a la conducta ejemplar de mis hermanos y que esperaban que yo fuese igual de disciplinado. Sólo tuve fama de distraído y desordenado.
La maestra de segundo grado se llamaba Leonor Efus, una morena alta, cabello oscuro, ojos negros; muy disciplinada y estricta con los alumnos, pero muy afectiva en su trato.
La profesora Leonor, realizaba una revisión semanal de libros y cuadernos. Era estricta en la limpieza de los útiles escolares, la caligrafía y la ortografía. La maestra no toleraba cuadernos o libros sucios. Le disgustaba los errores ortográficos y una escritura no legible. Cuando reviso mis cuadernos quedó impactada.
—Graff, usted es muy desordenado, —exclamó la maestra. —Tiene esos cuadernos rayados y sucios. Su letra tiene que mejorarla. Así que su tarea es pasar todos los cuadernos en limpio y así podrá aprobar el grado. Desde ese entonces, fui ordenado a fuerza de regaños.
Durante ese año escolar me pegaron piojos. Mi madre revisaba mi cabeza para sacarme los piojos y aplicar una loción, pero siempre aparecían los piojos, hasta que mi hermano Watson se hizo de barbero y afeito mi cabeza dejándome completamente rapado. Me daba vergüenza ir al colegio con la cabeza rapada y opté por usar una gorra. Al llegar al colegio era obligatorio quitársela y los compañeros al verme, hacían bromas.
—Coco rapado, quien te rapó que la orejas tan solo te dejó, —gritaban a coro los compañeros. —Inmediatamente, me daban un golpe en la oreja. Muchas veces tuve que soportar esas bromas.
Aprobé mi segundo grado con buena calificación y la maestra Leonor, me felicitó por el buen comportamiento y aprendizaje con relación a la limpieza y orden de mis cuadernos, la buena ortografía en mis escritos, pero no dejaba de estar distraído y jugando
El tercer grado de educación básica lo realicé en la misma institución. Mi maestra de turno era una mujer de apellido Tapia: una morena muy alta, pero con un carácter de perro. Mi maestra Leonor le había puesto al corriente de mis distracciones y juegos en clase y ella estaba a la caza de mis distracciones. Un día observó que yo hacía rodar un lápiz en el pupitre e inmediatamente llamó mi atención.
—Graff, usted vive jugando en clase con un lápiz y lo hace rodar por el pupitre, —dijo la maestra. —La próxima vez que lo vea distraído lo expulsó de clase.
La profesora no tardó mucho tiempo en cumplir su amenaza. Una mañana estaba la maestra interrogando a los alumnos sobre un tema de historia de Venezuela y se dio cuenta de mi distracción.
Graff. —¿Dónde se celebró la batalla de Ayacucho? —preguntó la maestra.
En ese preciso momento un compañero que estaba en el puesto de atrás se dio cuenta de mi distracción y me jugó una broma.
—En la luna, —susurró a mi oído el compañero.
—En la luna, —respondí a la maestra. —Estaba tan distraído que no me di cuenta que era una broma del compañero y que la respuesta no tenía relación con la pregunta.
—En la luna te vas a quedar, sálgase de clase, —gritó la maestra.
Durante ese año no faltó un fulano que le gustaba molestar a los demás, un compañero de apellido Navarro, se fijó en mí. Las veces que me veía, me molestaba. Como era tan seguida la vaina, me armé con un lápiz de punta bien afilada y cuando trató de pegarme, le metí la punta del lápiz en la barriga. Los gritos de Navarro se escucharon en toda la escuela y los alrededores. Inmediatamente lo llevaron a enfermería, pero como él tenía tan mala fama, no me llamaron a la dirección de la escuela.
Todos los martes en la escuela, hacíamos educación física. La profesora de deporte era muy exigente en cuanto al uniforme y la limpieza del alumno. Ella observaba durante las clases de educación física que algunos alumnos no usaban ropa interior. Entonces se dirigió a nosotros.
—Niños, me he dado cuenta que muchos de ustedes asisten a la escuela sin calzoncillos. —dijo la maestra. —En la próxima clase de educación física todos los alumnos deben traer ropa interior. Ese día pasaré revista y aquel qué no traiga calzoncillos regresará a su casa con una nota para el representante.
Al llegar a casa le comuniqué a mi madre lo dicho por la profesora de educación física. En mi casa sólo los mayores usaban calzoncillos, a los niños no les ponían ropa interior, siempre andaba con las bolas al aire, eso sí, tapaditas con el pantalón corto.
Al día siguiente, mi madre no encontraba que calzoncillo ponerme, pero ante la carencia de calzoncillo de mi talla y la situación de emergencia que se presentaba, mi madre optó por ponerme un calzoncillo de mi hermano mayor, hizo una costura para que se adaptara a mi cuerpo y no se cayera, así me fui a la escuela.
Llegué a la escuela muy temprano, la profesora nos esperaba en el patio y al vernos, dijo:
—Todos los varones hagan fila por orden de tamaño, —dijo la maestra. —las hembras retirense al salón de clase mientras pasamos revista
Solo los varones quedamos en el patio. Uno a uno fue revisado. Cuando me tocó el turno.
—Graff, bájese el pantalón de gimnasia y muéstreme su interior, —dijo la maestra.
Con un poco de miedo le mostré el flamante calzoncillo que me daba dos vueltas en el cuerpo. Ella se dio cuenta, pero solo sonrió. Quizás pensaría “Bueno, la intención es lo importante”
Hasta allí todo estuvo muy bien, pero cuando comenzaron los ejercicios, el calzoncillo de mi hermano salió entre las piernas de mis pantalones de gimnasia. Al realizar la primera carrera, mis pies se enredaron entre el enorme calzoncillo que colgaban y caí al piso dando vuelta y enrollado entre aquel poco de trapos.
Todos los compañeros de clase comenzaron a reírse. Sentí mucha vergüenza y no hallaba donde meterme. Al terminar la clase de gimnasia, subí mis calzoncillos y les di dos vueltas en mi cuerpo. Hicimos nuevamente la fila para retirarnos. Como yo estaba entre los alumnos del medio, los compañeros que estaban detrás de mí, halaban el interior que colgaban entre mis pantalones cortos.
Fueron tantas las veces que halaban los interiores y la profesora no decía nada, que la rabia me fue invadiendo. Me preparé con los puños cerrados y cuando un carajito se acercó para tirar del calzoncillo, le lancé un golpe. La profesora se dio cuenta, fui reprendido y llevado a la dirección de la escuela. Me pidieron explicación de mi actitud agresiva y les di la razón de mi disgusto. Como castigo fui suspendido por tres días de clases.
Transcurrieron dos años sin inconvenientes. Cuando cursaba el quinto grado de educación básica, a mis once años de edad me correspondió hacer la primera comunión. Fue muy difícil para mí aprender a rezar, porque nunca me gustó asistir a la iglesia. No toleraba a los curas y no entendía por qué pedirle la bendición a un sujeto que no fuese mi padre.
Para ese entonces pedir la bendición al cura era obligatorio, eso me irritaba, pero tenía que hacerlo. No me gustaba rezar, solo, rezaba el padre nuestro antes de acostarme cuando tenía miedo. Arrodillarme en la iglesia no lo toleraba, pero tuve que cumplir con ese acto. Lo único grato que recuerdo de ese momento era que llevaba ropa y zapatos nuevos. Era la primera vez que usaba pantalones largos.
Aprovechando el momento de euforia y vestido con mi traje de primera comunión visité a una joven del lugar que me agradaba mucho. Nella fue mi primera novia de niño. Con ella iba al cine y la pasábamos bien. Hoy en día su imagen no la recuerdo bien, pero si recuerdo con mucha exactitud, el día que me regaló un pañuelo impregnado con su perfume. Aquel pañuelo lo guardaba debajo de mi almohada y lo olía todas las noches antes de dormir. Aquel romance de niño fue tan fugaz como el perfume que me regaló.
Cursé el sexto grado escolar y culminé con éxito mi educación básica, fue una experiencia maravillosa cuando estuve en el acto de entrega de diplomas. Hoy lo recuerdo con mucho agrado.
La culminación de mis estudios de primaria, fue un acontecimiento muy feliz ya que me abría la puerta a la educación secundaria, lo cual me emocionaba y me hacía sentir diferente. Era dejar la infancia atrás para entrar en la adolescencia, tener mayor libertad de movimientos, asumir el control de mis estudios y la responsabilidad de mi preparación académica.
Liceo Fermín Toro
A mis trece años de edad, inicié mis estudios de educación media en el Liceo Fermín Toro, ubicado en la avenida Sucre. Catia, una barriada al oeste de la ciudad de Caracas. El liceo estaba ubicado a 600 metros de las oficinas de los talleres de carpintería de ministerio de la defensa donde trabajaba mi padre.
Para ese entonces la junta de gobierno que asumió el poder después del asesinato del coronel Carlos Delgado Chalbaud mantuvo una férrea dictadura en la nación. Los estudiantes de educación media y universitaria, manifestaban constantemente contra el gobierno y la represión no se hizo esperar.
Cinco meses más tarde de iniciadas las clases, los estudiantes del liceo Fermín Toro realizaron una protesta contra el gobierno, siendo reprimida muy fuerte por el régimen con la trágica muerte de una estudiante, el cierre de la institución y la pérdida del año escolar. Mucho dolor me ocasionó perder un año de estudios con el agravante para ese entonces, que los alumnos repitientes no podían entrar a colegios públicos, razón por la cual tuve que repetir mi primer año en el instituto educacional privado “Cristóbal Rojas” ubicado en cerca de la plaza de la Concordia, en el centro de Caracas. Ese año fue económicamente muy difícil para mis padres, pero mi hermano Watson asumió la responsabilidad de pagarme los estudios.
Para ese entonces, jamás había visitado el centro de la ciudad, mi primera experiencia la hice acompañado con un hermano de mi cuñada Victoria, quien me enseñó la ruta hasta llegar al colegio. Desde ese momento, todos los días, durante un año viajaba en bus para el centro de Caracas, hasta que al final pude culminar mi primer año de educación secundaria.
Durante ese año escolar tenía amores con una joven del lugar que llamaba la chica de las clinejas. Era un año menor que yo, tenía una sonrisa preciosa que hacía juego con su cabellera negra trenzada en dos bellas clinejas que cabalgaban sobre sus hombros.
La chica de las clinejas marcó una época en mi vida, un romance que surgió en la etapa de transición entre la pubertad y la adolescencia. Fue realmente mi primera experiencia romántica que tuve en esa fase tan inestable de la evolución y desarrollo del ser humano. Durante el corto tiempo que disfruté aquellos gratos momentos y la manera como se esfumó aquel aroma de primavera, dejó en mí, huellas que cambiaron mi manera de ver la vida y de afrontar desde temprana edad los tropiezos que en ese ámbito se produjeron.
Culminado el año escolar y los amores con la chica de las clinejas mis padres decidieron cambiar de domicilio a La Pastora.
Colegio Carabobo. La Pastora, 1954-1957
A La Pastora llegamos a finales del año 1954, un lugar muy agradable y de aspecto colonial, de grandes avenidas y árboles frondosos. Todas las viviendas eran al estilo colonial: grandes, amplias y ventiladas; símbolo de la Caracas de los techos rojos, considerada puerta de entrada y salida obligatoria de la capital. La vivienda que alquilamos estaba ubicada en la esquina de Tajamar, a cinco cuadras de la iglesia y de la plaza principal. Allí, mismo funcionaban las dos salas de cines más importantes de la época, el cine Granada y el cine Plaza. La casa tenía siete habitaciones, tres baños, sala, comedor y cocina y un patio muy grande. Las puertas y ventanas eran muy alta, un pasillo central a cielo abierto.
Mi estancia en “La pastora” fue muy agradable, estaba yo en plena adolescencia, edad de las fiestas, juegos y de las chicas. Semanalmente iba al cine y a la plaza para conversar con amigos y amigas. En La Pastora culminé el segundo año de educación media en el Colegio Carabobo y como recompensa a la labor cumplida decidí tomar unas vacaciones en una finca ubicada en la población de San José de Guaribe a 330 kilómetros de la capital y propiedad del primo Francisco Rojas. Durante mi estancia en Guaribe conocí una joven que me gustó mucho por su cara dulce y bonita. Esas vacaciones fueron maravillosas no solo por compartir con el primo José francisco, sino por conocer a una prima de mi madre llamada María Angélica Armas de Sifontes (la Ñeca), su esposo e hijas, que me brindaron cobijo y momentos muy agradable en su vivienda las veces que visitaba Guaribe.
Liceo Caracas. El Paraíso, 1957-1958
En el mes de enero de 1957, mis padres decidieron cambiar de domicilio a otro lugar más céntrico de la ciudad capital, logrando conseguir una vivienda de dos plantas en la urbanización “Las Fuentes, en la parroquia el Paraíso”. El cambio fue radical, La Pastora era una parroquia de aspecto colonial y de familias de clase media. El Paraíso, era una zona privilegiada de la sociedad caraqueña, de aspecto muy moderno, sus casas y edificios eran residenciales con amplias avenidas llenas de árboles, bellos jardines, plazas y parques muy concurridos por gente de buena posición económica y social. En el Paraíso, vivía para ese entonces altas personalidades de la vida política y social venezolana, desde el presidente «Marcos Pérez Jiménez», la mayoría de sus ministros, altos jerarcas de la vida pública y dueños de grandes empresas comerciales e industriales.
En esta oportunidad logramos alquilar una casa de dos plantas en la urbanización “Las Fuentes” una zona residencial de renombre en Caracas. A pocos metros de allí estaba ubicada la vivienda del general Marcos Pérez Jiménez, auto proclamado presidente de la nación. Todo el grupo familiar y los alumnos del colegio de mi tío, migramos a la nueva residencia. Viviendo en Las Fuentes me inscribí en tercer año en el Liceo Caracas, ubicado en la parroquia San Juan, relativamente cerca de la nueva residencia.
El 23 enero de 1958 se produjo un golpe militar que culminó con la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, quien huyó a España. El vacío de poder de ese momento lo ocupó una junta cívico militar precedida por el militar Wolfang Larrazabal, quien tomó el control de la nación y declaró un plan de emergencia nacional para solventar la pobreza que para ese entonces sufría el país. Para ese entonces, la población venezolana era de seis millones novecientos mil habitantes.
Como joven al fin y sin medir el peligro de la situación que en esos momentos estaba sucediendo, me fui con otros compañeros del liceo y algunos amigos de la urbanización a recorrer las calles y avenidas montado encima de un camión celebrando la caída del dictador, luego, nos fuimos a la vivienda presidencial que quedaba a pocos metros de nuestra casa. Allí nos encontramos mucha gente dentro de la vivienda del dictador fugitivo, estaban saqueando todo lo que encontraban. Mis amigos y yo nos llevamos sacos de ropa y zapatos.
Emocionado por todo cuanto había hecho y los objetos conseguidos, llegué a mi hogar. En la puerta de la casa me esperaba mi padre. Como sabía lo que yo traía en el saco, me ordenó devolver todo lo que había sustraído. Las palabras de mi padre jamás se me olvidarán.
—Regresa lo que robaste, no tengo hijo ladrón, —dijo mi padre.
En ese momento sentí una gran vergüenza. Lo que parecía una inocentada, un acto de gracia de un adolescente para mi padre era una ofensa a su dignidad y a su moral.
Entregué a mis amigos todo cuanto había sustraído. No pude verle la cara a mi padre durante varios días. El inmenso respeto y cariño que sentía hacia mi padre hizo sentirme avergonzado y culpable por lo sucedido. Mi euforia juvenil de aquel entonces me hizo olvidar de momento, que mi padre era parte de aquel gobierno depuesto. Que sus últimos años de vida con su esfuerzo y tesón logró un trabajo digno como jefe del servicio de carpintería del “Ministerio de la Defensa” y siempre recibió del gobierno reconocimiento por sus méritos de buen trabajador.
La emoción juvenil que dirigía mi conducta en ese momento no entendía las razones de mi padre al prohibirme aquel acto. Mi padre defendía su derecho al trabajo que le proporcionaba el gobierno de turno, algo razonable, sin embargo, mis emociones del momento no entendieron de razones, pero el respeto que sentía hacia mi padre me permitió reflexionar y aceptar sus razones.
La mañana del 6 de Junio de 1958, con mucha ilusión de disfrutar una vacaciones, el grupo familiar partió rumbo a mi pueblo natal, pero apenas habían recorrido unos pocos kilometros, el vehiculo donde viajaban volcó trás sufrir un impactó con otro vehículo que venía en sentido contrario. En ese accidente murieron cuatro personas, entre ellos dos hermanos, mi madre, padre y un hermano quedaron heridos. Esa misma noche se realizó el velatorio en casa y al siguiente día fueron enterrados. En la madrugada posterior al entierro, se desencadenó una fuerte tormenta en la capital y el rio Guaire se desbordo provocando grantes inundaciones. Nuestra vivienda fue inundada y perdimos todos nuestros enseres. Gracias a los bomberos que nos rescataron pudimos salvar la vida. La vivienda quedó inhabitable y hubo que mudarnos a la urbanización Vista Alegre.
Así llegamos a la urbanización Vista Alegre, un lugar muy acogedor al pie de una montaña, cuyos residentes eran personas de buena posición económica. Allí logramos arrendar una vivienda cuya renta era muy elevada, pero ante la necesidad tuvimos que aceptar las condiciones impuestas. Al cumplir un mes de estar en el nuevo hogar llegó mi padre y un hermano, completamente curados de sus heridas. Mi madre continuaba hospitalizada en la clínica.
Durante mi estancia en Vista Alegre, recibí la grata visita de aquella chica bonita que conocí en Guaribe. Ella llegó con la intención de estudiar educación media especializada en la ciudad de Caracas, oportunidad que tuvimos para continuar los amores.
En el mes de Julio de 1960 culminé mis estudios de educación media en el liceo Caracas y recibí el título de bachiller en ciencias que me abrió el camino hacia la educación universitaria. Con la culminación de mis estudios de educación media cerré el ciclo de la adolescencia e inicié la fase adulta, un proceso de cambios hacia la plenitud en la evolución biológica, psíquica y social; fase en cual las razones y reflexiones comenzaron a prevalecer sobre las emociones.
Después de culminar mis estudios de educación media y sin una orientación vocacional clara, en el mes de septiembre de 1960 me inscribí en la facultad de ingeniería de la Universidad Central de Venezuela. ¿Por qué ingeniería? No encontré razones que justificaron la selección de esa carrera, lo que demostraba que no tenía un rumbo claro para ese entonces, porque durante mis estudios de educación media jamas me sentí atraido hacia la física y matematicas. Durante los seis meses de asistencia a clases en la escuela de ingeniería no logré asimilar absolutamente ninguna de las materias que recibía, lo cual incrementaba aún más mi incertidumbre. Pero un hecho fortuito iluminó mi mente y me señaló el camino que debería seguir. Durante el transcurso del tiempo que asistía a clases de ingeniería usaba como transporte el bus universitario. En uno de esos tantos viajes que hice observé a varios estudiantes de medicina que hablaban de anatomía, fisiología y otras materias. Muchos de ellos llevaban piezas de anatomía que yo observaba con mucho interés y emoción.
Desde ese momento comencé a sentir una agradable atracción hacia ese campo de la ciencia y decidí estudiar la carrera de medicina. Al culminar el semestre de ingeniería sin pena ni gloria abandoné la escuela y decidí cambiar el rumbo e inscribirme en la facultad de medicina. En el mes de septiembre del año 1961 presenté el examen de admisión en la facultad de medicina, siendo seleccionado para la escuela Luis Razetti, ubicada en el Hospital Universitario de Caracas.
Coche 1962
En ese mismo mes de septiembre, mis padres decidieron la mudanza familiar a la urbanización Coche, una población de clase obrera situada a las afueras de la capital. Durante el poco tiempo que vivimos en Coche, mi padre falleció dos hermanos formaron hogar aparte y culminó mis relaciones amorosas con aquella joven de Guaribe que alegró mis últimos años de adolescencia y la cual dejó gratos recuerdos, pero también, una huella de pesar por la forma como concluyó aquella relación. Fueron varios años de amores que una promesa incumplida los disipó. Fueron años de dicha junto a ella que detuvo el tiempo en mi reloj, pero tomé conciencia que era muy joven para anclarme en el pasado y decidí continuar el camino que había elegido y al final la misma vida me compensó.
El paraiso. Residencia Madariaga.1963
Después de la muerte de mi padre, el 26 de septiembre del año 1962, iniciaba el segundo año de mi carrera universitaria. Ese año y el siguiente fueron dificiles por las precarias condiciones económicas que teníamos sin la ayuda de papá. Durante ese tiempo mi hermana Mirna brindó el apoyo económico que necesitabamos para continuar. Al culminar el segundo año de estudios, la situación éconómica nos obligó a mudarnos a la parroquia El Paraiso, a una vivienda que nos facilito mi hermana Lilia. Allí culminé mi tercer año de medicina, pero el apartamento era tan pequeño y eramos tantos, que tuve que buscar cobijo en la vivienda de mi hermana Leticia en una zona diferente de Caracas pero cerca de la universidad. Allí estuve viviendo los tres últimos años de mi carrera y realizar mis pasantías hospitalaria. Durante esos tres años pude lograr cierta estabilidad en el deambular de un domicilio a otro en que estuvimos durante muchos años.
Quizas los cambios domicilio tan frecuentes, la muerte de mi padre, las dificultades económicas familiares; alteraron mi estabilidad emocional y crearon ciertas dificultades en una materia tanto en primero como en el segundo año de mi carrera, pero a pesar de ello pude recuperarme y continuar mi estudios con normalidad.
Cuando inicié el cuarto año de medicina, conseguí incoprorarme a las prácticas médicas en pequeño hospital de Ocumare del Tuy del estado Miranda. En el hospital Simón Bolivar de Ocumare del Tuy, asistía una vez por semana, llegaba los martes en la tarde y regresaba los jueves en la tarde de esa misma semana. En ese hospital hacían pasantías cuatro grupos de estudiantes y cada grupo lo conformaban 3 estudiantes de los tres últimos años de medicina. Sólo el de sexto año tenía un sueldo de 300 bolívares mensual. Allí atendí el primer parto, aprendí a suturar heridos, a tomar muestras de sangre, a realizar guardias nocturnas, atender consultas de pacientes de rutina y emergencia. Cuando atendía pacientes con trastornos emocionales que llegaban en crisis, sentía una gran motivación por dar terapia psicológica a pesar de que no tenía experiencia. Así comenzó mi inclinación hacia la psicología y mi decisión de realizar un post grado en psiquiatría. Cuando culminé mis tres años de pasantías en ese pequeño hospital de pueblo, me sentí satisfecho y con gran motivación de graduarme de médico e iniciar mi labor profesional.
Como ya era natural de andar de un lado a otro, un mes antes de culminar mis estudios, el nacimiento de mi sobrino Rafael, me obligo abandonar el lugar y buscar refugio en el apartamento de un primo, Allí logré culminar la odisea y llegar a puerto a seguro.
En el mes de Julio de 1968 presente los exámenes finales de la carrera médica, en todos, había salido aprobado, a excepción de mi último examen de clínica médica bajo la tutela de mi profesor, doctor Santander, quien fue parte de mi jurado. Ese día, llegué a las 8am e ingresé a la sala de los enfermos y me entregaron un paciente a quien tenía que evaluar durante media hora y presentar el caso ante el jurado examinador. Leí su historia clínica para enterarme del motivo de consulta, de su hospitalización e hice el examen físico minucioso. Al culminar el examen, llegó el jurado y con ellos todos los compañeros que se agolparon a alrededor del jurado para escuchar la defensa de mi caso clínico.
Comenzaron las preguntas de los miembros del jurado con relación a mi paciente y di las respuestas respectivas. A pesar de la tensión emocional que sentía, mantuve la calma. Estaba seguro de haber respondido correctamente a las preguntas, pero un miembro del jurado intervino y preguntó
—Bachiller, ¿Cuál es su diagnóstico en este paciente?
Sin detenerme a reflexionar, sobre la pregunta.
—El diagnóstico es una Tirotoxicosis, — respondí.
“Tirotoxicosis” es una enfermedad de la glándula tiroides que puede ocasionar una alteración cardíaca.
Allí me di cuenta de mi error. Me preguntaban de mi diagnóstico como médico, no el diagnóstico que estaba escrito en la historia. El jurado se levantó y se retiró para examinar a otro bachiller.
Cuando llegó el momento de las calificaciones del jurado, escuché mi nombre en voz alta. Ramón Graff Rojas, nota del examen 1 punto. Aquel “UNO” retumbó en mi cerebro. Me acerqué a mi profesor de clínica médica
—¿Por qué esa nota ? —pregunté al profesor.
—Bachiller, usted no tuvo criterio médico. Dijo lo que estaba escrito en la historia del paciente, — Respondió el doctor Santander — Tiene quince días para presentar examen de reparación y recuperar la nota.
Caminé por los pasillos del hospital sin rumbo fijo y en ese momento encontré a mi madre que había llegado para enterarse del resultado de mi examen. No tuve tiempo de responderle, me sentí mareado y me vi obligado a sentarme porque de lo contrario hubiese caído al piso. Mi madre sacó de su bolso un sobrecito de azúcar y me lo dio. A los pocos minutos recuperé mi estabilidad emocional y regresé a casa con mi madre.
Durante varios días me sentí afligido por los resultados tan negativos de la nota final, pero mis compañeros de estudios en todo momento estuvieron motivándome. Fueron quince días de mucha tensión emocional, me mantuve encerrado estudiando y revisando mis errores. El día de la reparación llegué temprano al hospital universitario, allí me encontré con el grupo de compañeros que también reparaban la materia, éramos 20 en total. Cuando llegó el jurado examinador se inició la presentación de los casos médicos. Fueron dos horas de mucha tensión emocional. Al final presentamos el examen y luego entregaron los resultados de la nota final de grado. diecinueve compañeros quedaron reprobados y tuvieron que repetir la materia. Yo fui el único que aprobé en la reparación y pude graduarme como médico cirujano el 9 de agosto de 1968 en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. Al acto de grado asistieron familiares y amigos. Una vez culminado el acto regresé al hogar materno que había abandonado hacía tres años.
Una vez obtenido el título de médico, lo
registré en el Ministerio de Sanidad e hice la solicitud para el ejercicio
durante dos años como residente en un hospital, requisito indispensable para
ese entonces para realizar post grado en cualquier especialidad. Deseaba hacer
post grado de psiquiatría pero tenía que cumplir previamente con ese requisito.
Dias despues un colega y compañero de estudio con apoyo en el gobierno de turno, ofrecio cuatro becas para estudiar post grado de ginecología y obstetricia en la Maternidad Concepción Palacios en Caracas. Inmediatamente acepté y el 16 de Octubre de ese mismo año ingresé e inicié mis estudios de post grado en esa institución. Dos años donde obtuve una dura pero grata experiencia. Los medicos residentes de ese centro hospitalario eran médicos veteranos con muchos años laborando en esa institución sin generación de relevo, hasta que llegaron los médicos de post grado y se vieron desplazados. Los médicos residentes gozaban de muchos beneficios, desde un buen sueldo mensual, atención de primera en cuanto alimentación y habitaciones bien equipadas, limpias, uniformes lavados y planchados diariamente. Un salón de descanso para sus tertulias y lecturas de revistas o libros. Mientras los becarietes como nos llamaban a los médicos postgrado, las condiciones eran más precarias. El pago que recibía era de mil bolívares mensuales, equivalente para ese entonces a 233 dólares, pero suficiente para iniciar una nueva fase en mi vida.
En diciembre de ese mismo año formalice una relación matrimonial con una joven que para ese entonces apenas cumplía 18 años de edad y decidimos formar hogar aparte.
El 16 de octubre de 1970 culminé mis estudios de postgrado y recibí el título de especialista en Gineco-Obstetricia. Un mes después concursé al cargo de médico residente en la misma institución saliendo favorecido. Inicié la residencia el 16 de noviembre de ese mismo año. El 6 de Diciembre de 1970 nació mi primogenita, una bella niña a quien dimos por nombre Sheila Inger.
El 16 de octubre de 1970 culminé mis estudios de postgrado en la Maternidad Concepción Palacios en la ciudad de Caracas. Al mes siguiente concursé para un cargo de residente en esa misma institución saliendo favorecido y obteniendo el cargo el 16 de noviembre de ese mismo año como médico especialista, siendo asignado a la sala de partos. Allí estuve durante tres años como empleado de la administración pública, con mejor remuneración, mayores beneficios a fin de año y tener mayores consideraciones a nivel general: habitaciones exclusivas para residentes, ropa limpia diariamente y trato cordial del personal que laboraba en la maternidad.
Iniciaba una vida profesional que ocupaba el mayor tiempo de mi actividad diaria. Durante esos años viví conflictos conyugales y requirió ayuda psicológica para encontrar una solución que beneficiara ambas partes, pero no hubo acuerdos y llegó la separación matrimonial, de mi hija y de un hogar en formación. Fueron momentos difíciles y dolorosos en mi vida, pero tenía que continuar porque estaba iniciando una vida profesional y un futuro por alcanzar.
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